El futuro es la fuente. El futuro es invisible, desconocido, excepto cuando se encarna continuamente y se hace visible en el presente. El presente es lo que vemos, oímos y conocemos. Está incesantemente encarnando el futuro , día a día, hora por hora, momento a momento. Está perpetuamente revelando el futuro , hasta ahora invisible. El futuro es lógicamente lo primero, pero no lo es cronológicamente. Porque el presente existe mientras el tiempo exista; estaba en el comienzo absoluto del tiempo. El presente ha existido mientras el tiempo haya existido. El tiempo actúa a través de y en el presente. Se hace visible solo en el presente. El futuro actúa y se revela a través del presente. Es a través del presente que el tiempo—que el futuro—se une con la vida humana. El tiempo y la humanidad se encuentran y se unen en el presente. Es en el presente que el tiempo—que el futuro—se convierte en parte de la vida humana, y así nace, vive y muere en la vida humana. El pasado, a su vez, proviene del presente. No podemos decir que encarne el presente. Por el contrario, el tiempo, al proceder del presente hacia el pasado, vuelve a ser invisible de nuevo. El pasado no encarna al presente. Más bien este procede en silencio, sin fin, invisiblemente de él. Pero el presente no es la fuente del pasado que procede de él. El futuro es la fuente tanto del presente como del pasado. El pasado se inicia en una procesión interminable e invisible desde el presente, pero más allá de eso, del futuro del cual proviene el presente. El pasado surge—procede—del futuro, a través del presente. El presente, por tanto, sale del futuro invisible. El presente encarna perpetuamente y nuevamente el futuro en forma visible, audible y habitable; y vuelve otra vez al tiempo invisible en el pasado. El pasado actúa de forma invisible. Nos influye continuamente con respecto al presente. Este arroja luz sobre el presente. Esa es su gran función. Nos ayuda a vivir en el presente que conocemos, haciendo referencia al futuro que esperamos ver.
Ahora tomemos ese mismo pasaje y cambiemos solo cuatro palabras. En lugar del tiempo: Dios. En lugar del futuro: el Padre. En lugar del presente: el Hijo. Y en lugar del pasado: el Espíritu (Santo).
El Padre es la fuente. El Padre es invisible, desconocido, excepto cuando se encarna continuamente y se hace visible en el Hijo. El Hijo es lo que vemos, oímos y conocemos. Está incesantemente encarnando al Padre, día a día, hora por hora, momento a momento. Está perpetuamente revelando al Padre, hasta ahora invisible. El Padre es lógicamente el primero, pero no lo es cronológicamente. Porque el Hijo existe mientras Dios exista; estaba en el comienzo absoluto de Dios. El Hijo ha existido mientras Dios haya existido. Dios actúa a través de y en el Hijo. Se hace visible solo en el Hijo. El Padre actúa y se revela a través del Hijo. Es a través del Hijo que Dios—que el Padre— se une con la vida humana. Dios y la humanidad se encuentran y se unen en el Hijo. Es en el Hijo que Dios—que el Padre—se convierte en parte de la vida humana, y así nace, vive y muere en la vida humana. El Espíritu, a Su vez, proviene del Hijo. No podemos decir que Él encarne al Hijo. Por el contrario, Dios, al proceder del Hijo hacia el Espíritu, vuelve a ser invisible de nuevo. El Espíritu no encarna al Hijo. Más bien Él procede en silencio, sin fin, invisiblemente de Él. Pero el Hijo no es la fuente del Espíritu que procede de Él. El Padre es la fuente tanto del Hijo como del Espíritu. El Espíritu se inicia en una procesión interminable e invisible desde el Hijo, pero más allá de eso, del Padre del cual proviene el Hijo. El Espíritu surge—procede—del Padre, a través del Hijo. El Hijo, por tanto, sale del Padre invisible. El Hijo encarna perpetuamente y nuevamente al Padre en forma visible, audible y habitable; y vuelve otra vez al Dios invisible en el Espíritu. El Espíritu actúa de forma invisible. Él nos influye continuamente con respecto al Hijo. Él arroja luz sobre el Hijo. Esa es Su gran función. Él nos ayuda a vivir en el Hijo que conocemos, haciendo referencia al Padre que esperamos ver.
Adaptado de El secreto del universo por el Dr. Nathan R. Wood (1936).